Hace unos días nos enteramos de la muerte del «indio del Buraco», último superviviente de su tribu amazónica y, también, el último de muchos últimos. Durante casi tres décadas vivió solo en las profundidades de la selva, huyendo de cualquier contacto humano, buscando refugio más allá de los límites conocidos, curando en silencio el trauma del exterminio de su familia y de su tribu.

Y lo consiguió. 

El Gobierno brasileño le protegió durante todo este tiempo acotando una tierra especial para él. Su historia creó referentes en el mundo de la antropología y, de vez en cuando, saltaba a los medios de comunicación. 

Hace 15 años conté su historia en el periódico donde trabajaba (abajo el link) y tuve el placer de no conocerle. Pensaba que ya había muerto. Y, personalmente, me alegro de que haya vivido tanto.

Dicen que le han encontrado en su hamaca, con rictus plácido, cubierto con plumas de guacamayo como si hubiese intuido su tránsito. Más de 60 años después de llegar a este mundo en una familia que ya no existe.

De alguna manera, esa opción de vida y esa opción de muerte sirven de ejemplo silencioso de ese mundo que muere cada día sin que nadie, desde sus respectivos agujeros, haga nada por evitarlo.

https://www.elmundo.es/suplementos/cronica/2007/606/1180821604.html